Estado escondió por décadas atentado contra Díaz Ordaz, joven agresor murió en la indigencia

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El exministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación entre 2003 y 2018, José Ramón Cossío Díaz publicó un libro titulado “Que nunca se sepa. El intento de asesinato contra Gustavo Díaz Ordaz y la respuesta brutal del Estado mexicano” (Debate, 2023), en la que documenta y narra un episodio del México antiguo donde un joven intenta asesinar al presidente Gustavo Díaz Ordaz a plena luz de día, hecho del que el Estado callo por décadas.
La publicación, que fue retomada por el columnista Héctor de Mauleón, narra que el 5 de febrero de 1970, un hombre de 28 años intentó matar a Gustavo Díaz Ordaz. Falló. Pero el Estado reaccionó con saña maquiavélica y no falló en su intento de matarlo en vida.
Después del atentado, Carlos Castañeda fue detenido y torturado. Sin embargo, eso no fue lo peor: una jueza lo declaró «jurídicamente incapaz» y ordenó refundirlo en el manicomio. Lo dejaron ahí 23 años, desecho, ignorado, enloquecido. Cuando al fin fue liberado, en 1993, ya era un hombre sin nombre, sin identidad ni historia. Vagó por las calles hasta su muerte.
En el libro el exministro reconstruye el caso: el de un delito que fue «castigado» con un aluvión de crímenes, crueldades y barbarie.
Cossío Díaz ha dedicado toda su vida profesional y académica a mejorar el sistema judicial mexicano. Es doctor en Derecho por la Universidad Complutense. Fue ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación entre 2003 y 2018. Actualmente es miembro y profesor investigador asociado de El Colegio de México, miembro de El Colegio Nacional, profesor de la Facultad de Derecho de la UNAM y dirige el Instituto para el Fortalecimiento del Estado de Derecho, A.C. Además, es columnista en los periódicos El País y El Universal, así como colaborador regular de la revista Proceso. Ha escrito 28 libros, el más reciente, Voto en contra (Debate, 2018).
Al ver pasar el vehículo, Carlos Castañeda (el agresor) disparó, se lee en el informe “Atentado a un
vehículo de la comitiva del señor presidente de la República”, firmado el 6 de febrero
de 1970, “seguramente pensando que era el carro del Primer Mandatario, ya que al pasar
ese vehículo la gente que estaba en dicho lugar lanzó vivas al Sr. Presidente”, reñata en su columna el periodista Héctor de Mauleón.
Prosigue: Habían formado a un grupo de “Marías” de ese lado de la calle. Castañeda se apostó
ahí. Luego dio varias versiones de lo ocurrido. En alguna, señaló que García Barragán y él
se miraron durante un segundo a los ojos. Dijo que disparó, porque “pensó que el Lic.
Díaz Ordaz iba junto al secretario de la Defensa Nacional”, y dijo también que en ese
momento quiso vengar la matanza de Tlatelolco que acababa de ocurrir dos años antes.
García Barragán le ordenó al chofer que acelerara.
El joven fue detenido en ese mismo sitio por policías o agentes del servicio secreto.
Los diarios que habían dado cuenta de la ceremonia callaron u ocultaron el atentado.
Era imposible, sin embargo, que el ataque hubiera pasado inadvertido en medio de
¿decenas? ¿cientos? de testigos que formaban parte de la valla o que caminaban por la
calle o quizás observaban el paso de la comitiva presidencial.
Castañeda relató muchos años después que el siniestro comandante de la policía federal
de seguridad, Miguel Nazar Haro —acusado de asesinatos, secuestros, torturas y
desapariciones de los opositores de tres gobiernos, de Díaz Ordaz a López Portillo,
y creador de la trágica Brigada Blanca—, hizo que le bajaran los pantalones.
“Con un cordón de cáñamo me amarró los testículos, y le dio un tirón muy fuerte, me
dijo que rezara el Credo, así, hincado”, relató Castañeda.
Pero el joven no daba muestras de miedo. “No le tiembla la voz, está muy bien
aleccionado”, dijeron sus torturadores. Todo esto se mantuvo en la oscuridad.
Cuatro meses más tarde, Castañeda fue internado en un hospital siquiátrico en donde
permaneció durante más de 20 años. Una jueza lo había declarado “jurídicamente
incapaz”.
Castañeda recuperó la libertad en el gobierno de Salinas de Gortari. “No tenía nombre, ni
identidad, ni historia”. Pasó sus últimos años en la indigencia y de ese modo murió unos años más tarde.

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