Vivir en la era de la desinformación, ¿cómo evitarlo?

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Desde hace algunos años el mundo, por desgracia, parece vivir en la era de la desinformación. Proliferan supuestas terapias portentosas que lo curan todo, teorías de conspiración sobre prácticamente cualquier cosa y datos falsos difundidos para promover las ideologías propias o dañar las ajenas.

Una de las áreas donde esta desinformación es más dañina es la ciencia. Abunda, sobre todo en redes sociales, la información falsa relacionada con temas científicos como la emergencia climática (sus causas, consecuencias y la manera de mitigarlas), la salud (pseudomedicinas como las mal llamadas “terapias alternativas”, remedios milagro, terapias “cuánticas”), visitas extraterrestres, fenómenos sobrenaturales y muchas otras cosas.

Lo más grave es que estos embustes se presentan como si fueran ciencia legítima: como si fueran producto de un proceso de investigación rigurosa, basada en evidencia comprobable y validada mediante un proceso minucioso de revisión por expertos calificados.

Uno pensaría que combatir esta desinformación pseudocientífica sería sencillo: debería bastar con difundir ampliamente la información correcta, la ciencia válida, quizá acompañada de la evidencia que la sostiene, para que las personas pudieran darse cuenta de la falsedad de la información que previamente habían recibido y corregir así la visión errónea de las cosas que se habían formado con base en ella. Tristemente la mente humana no funciona así.

La evidencia confirma que proporcionar la información correcta, incluso si viene acompañada de la evidencia y las cadenas de razonamiento que la respaldan, no basta para cambiar la opinión de quienes creen en teorías de conspiración y pseudociencias. Incluso se ha observado que en muchos casos esto logra que las personas, lejos de recapacitar, refuercen su convicción (el llamado “efecto de tiro por la culata”).

¿Por qué ocurre esto? El tema está siendo investigado, pero parece tener que ver no con la parte racional de nuestra mente —que es la que aplicamos cuando hacemos ciencia—, sino con la emocional: con los sentimientos. Y es que los humanos, cuando depositamos nuestra confianza en determinadas ideas y creencias, tendemos a crear también un apego emocional hacia ellas, sobre todo si las hemos sostenido durante largo tiempo. En muchos casos, estas creencias —como sucede también con las creencias políticas o las preferencias deportivas— pasan a formar parte de nuestra identidad. Por eso, cuando recibimos información contraria a ellas lo tomamos como un ataque personal.

¿Cómo combatir, entonces, la epidemia de desinformación pseudocientífica que nos aqueja? Sin duda, difundiendo información científica confiable, pero de manera que movilice también las emociones de quien nos escucha, para provocar quizá no un cambio súbito de opinión, pero sí al menos el inicio de una duda que posteriormente, mediante la búsqueda de más información veraz y la reflexión sobre ella, pueda llevar a corregir algo de la mucha información errónea con la que estamos inundados.

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